miércoles, 29 de febrero de 2012

Bocadillo de Nocilla con chorizo de Pamplona (antídoto contra el Chispazo)


Bocadillo de Nocilla con chorizo de Pamplona (antídoto contra el Chispazo)


Tapa de Bodegas Almau que me lleva
al bocadillo de mi infancia
Andaba el otro día enfrascado en un asunto que me tenía ciertamente cabreado. No podía comprender que el término chorizo se utilizase a la vez para referirse a dos productos nacionales tan distintos. Por un lado lo utilizamos para denominar una de las joyas de nuestra corona gastronómica y por otro a los mangantes, como los que hoy emparentan con nuestra corona real. El diccionario de la RAE puso las cosas en su sitio. La segunda de las acepciones proviene de un término caló que significa ladrón, concretamente chori, que por asimilación derivó en chorizo. El caló es la lengua propia utilizada por el pueblo gitano en nuestro país. Así que pude descansar. No había identificación con el sagrado embutido.

Tradición y buen hacer


Cada cual tiene sus referencias choriceras. A unos les evocará los múltiples usos en platos de cuchara. Enriqueciendo legumbres y potajes contundentes, en especial, en las zonas más norteñas y frías de España. Otros, en cambio, cercanos a lugares ventosos y de altura, relacionaran el rojizo producto con rodajas bien curadas entre el pan. Pero en el caso de la generación de principios de los setenta nuestros recuerdos son un poco distintos. Aunque se trate de una de las industrias cárnicas más ancestrales de España, fue en esos años cuando su presencia se generalizó. Hablo, claro está del chorizo de Pamplona. Por su logotipo descubrimos el atuendo de las Fiestas de San Fermín. La clave la encontramos en lo fino y homogéneo de su picado. Carne magra de cerdo u vaca, tocino, pimentón y sal, honesta contundencia. No es un producto sibarita ni beneficioso para la salud. Nada de ácidos grasos Omega tres, ni fibra para facilitar las tareas íntimas. Colesterol hasta en el bello envoltorio.  Todavía me deshago cuando recuerdo el descubrimiento que tanto me impacto al introducirlo diez segundos en el microondas sobre una buena rodaja de pan. El tocino rojizo se fundía en la miga tiñéndola y engrasándola, provocando a cada bocado un suspiro de placer. De los que uno ya ni se acuerda desde que frecuenta gimnasios y dietéticas páginas web. No había lugar para el remordimiento.

La nuestra, de siempre


Importación para innovadores
Nada que ver


Tengo el gusto de pertenecer a esa generación de sobrealimentados e hipermerendados setenteros. Pero además poseo el grado de barriobajerismo, que me hace un privilegiado entre nosotros. Entre otras muchas cosas en común nos unía una receta secreta. No debía salir de nuestro círculo. Los pijos seguirían comiendo sus bocadillos secos y eligiendo entre dulce y salado. Nosotros lo teníamos todo. El mundo a nuestros pies. Tampoco podían enterarse nuestros padres, que en otros aspectos transigían tanto. Nos veían llegar con etílicos alientos, nos permitían apestar a tabaco, pero si hubiesen descubierto nuestro secreto, la somanta de palos estaba asegurada. El bocado era tan simple como comercial: media barra de pan migoso abierta por la mitad, base de un dedo de altura de Nocilla, o en su defecto el ultraazucaradoPralín de Zahor (creo que tristemente ya no existe), y sobre ella en perfecta formación una larga hilera de rodajas de chorizo El Pamplonica. Se apretaba bien el entrepan y a correr.



Todavía hoy, que tengo el placer de trabajar con los adolescentes hijos de mis correligionarios de la infancia, husmeo con esperanza. Los almuerzos actuales son detestables. Las más de las veces consisten en una moneda de euro que el crio invierte en bollería industrial. Los padres más concienciados mandan a sus vástagos aestudiar con una fruta o un zumo en la mochila. Incluso quedan algunos nostálgicos que lo hacen con un señor bocadillo. Y es a ellos a los que me suelo acercar cuando suena el esperado timbre del recreo. Veo fiambres, tortillas, algún embutido y escasos quesos, pero mi olfato continúa buscando. Jamón y chorizo, salchichón y mortadela, pero mi recuerdo no aparece. En la esperanza de encontrar un buen bocadillo de chocorizo seguiré mi periplo, infructuoso hasta el día de hoy. Y casi mejor así. Cómo podría explicarle a un padre que me he abalanzado sobre el bocadillo de su hijo. Razones no faltan, pero todas ellas inconfesables.

Reflexiono sobre esta tontería hoy por un una causa justa. Que estamos involucionando en muchos aspectos es algo que no pasa por alto ninguna persona esclarecida, pero en el aspecto culinario la situación es patológica. Pensamos que por ser abanderados de la cocina de vanguardia, España es un país gastronómicamente sobresaliente. Y lo es en muchos aspectos, pero se está consolidando una práctica que no me parece muy sana para nuestra herencia cultural. El hecho es que la relación entre el consumo popular y la industria cada vez más concentrada se está invirtiendo. Antaño las industrias estudiaban, analizaban y apostaban por productos que se generaban en los hogares. Adaptaban a un sistema de alta producción aquellos sabores que la gente descubría por sí misma. Pongamos algunos ejemplos ilustradores.
Que la gente rallaba queso para gratinar enriqueciendo cualquier plato, la industria lo facilitaba bien embolsado. Que la sempiterna y omnipresente tortilla de patata resultaba lenta para los nuevos ritmos de vida, la preparaba al vacío. Que freír el tomate se tornaba ardua tarea, fabricaba botes casi imperecederos. Que el arroz se pasaba porque las familias numerosas se retrasaban en los domingos paelleros, llenaban los super del infame pero resultón arroz bomba. Por producir a gran escala comenzaron a ser habituales en nuestros carritos del mercado las madejas y manitas ya cocidas, el bacalao desalado, la sopa de sobre o cubito. Si hasta tenemos pizzas, fabadas y hamburguesas ya ensambladas para llegar y calentar. ¿Dónde estaba el problema hasta aquí? Lo cierto es que no lo había.

Coca cola nos quiere vender la moto
La diferencia con los tiempos actuales estriba en que la dirección que rige la producción se ha invertido. Si antes una necesidad creaba un producto industrial, ahora el camino es al revés. A través de la propaganda las flechas se han invertido. Se crea una necesidad, o se adjudica un prestigio a un producto que antes no existía o provocaba risa entre el consumidor. Alcanzado el status se introduce en los mecanismos de producción hasta que el consumidor se pregunta si el raro no será él por no comprar algo tan común. Varios ejemplos pueden ilustrar este trabajo imperialista y colonizador al que nos han sometido las grandes multinacionales.
Viene Freixenet y nos descubre la trufa
a los aragoneses. Ja,ja,ja...

Coca cola no es sólo un refresco, es una forma de vida. Como tal quiere rebasar su ámbito y recientemente se inmiscuye en algo tan íntimo como nuestros fogones. Recetarios, concursos de tapas, rutas gastronómicas y publicaciones sobre el uso del refresco en la cocina se multiplican. No hay establecimiento que se resista a no ofrecer como cóctel su infame Chispazo a precio de saldo. Nuestro vermú con sifón ha sido desterrado por esta bebida endiablada, y en el proceso, el cliente no ha tenido nada que ver. Promociones, campañas de márquetin costosísimas han logrado abducir a unos consumidores que han acabado por ceder ante el miedo a sentirse diferentes. No nació desde el pueblo, sino desde el poder económico. Las sangrías y los calimochos o tinticolas tiemblan ante el avance del postmoderno chispazo.
Candidato a la desaparación


Otra necesidad inducida es el creciente consumo de pavo. Cuando la tradición local consistía en rellenarlo hasta las trancas de frutos secos, castañas o panceta, ahora sustituye al cerdo como base de multitud de embutidos. Y no es por parecer grosero, pero poco dice de nadie el hecho de consumir un chorizo o un fuet de pavo. Insulso, aderezado de excesivas especias para que no se distinga su sabor rancio, incurable y contranatura abarrota los carritos de compra de la parte más incalificable de la sociedad, la mayoría.

Qué decir de las montañas de botellas de Lambrusco que destierran a nuestros vinos en nuestras bodegas. No hay que viajar mucho a Italia para verificar que ahí no lo consume nadie. Vinos de ínfima calidad que son sometidos a una carbonización inyectada y sellados con corchos similares al cava. Nuestros Valdepeñas y Cariñenas se cansan de coronar las catas internacionales, pero salen al mercado exterior al ritmo que se producen. En Aragón ya es sabido que si se quiere probar un Borja de categoría se debe acudir al mercado estadounidense, pues se cotiza más que por aquí. Mientras tanto los distribuidores nos han convencido para consumir un vino, por llamarle de algún modo, que en su lugar de origen ha sido desterrado con todo merecimiento.

Candidato al all start


Lo del sushi y derivados ya es una batalla perdida. No es extraño su triunfo y dominio del mercado en países de poca tradición arrocera como Estados Unidos o la Europa norteña, pero aquí. Por ahí no debiéramos pasar. En la combinación de los hidratos del arroz con las vitaminas vegetales y las proteínas animales los ibéricos tenemos mucho que decir. En su versión al horno, caldoso o paella la tradición es legendaria. Podemos presumir, sin vergüenza, de poseer en nuestro recetario las mejores elaboraciones arroceras del mundo. Productos mediterráneos que enlazan al consumidor actual con la tradición más ancestral y con la riquísima tierra que nos rodea, llena de mar y montaña. Pues no puede ser. Era demasiado fácil. Ahora se debe presentas en forma de engrudo y con un tallito de algo sobre el que descansa un filetito de no sé qué. No, no y mil veces no. Bueno está el ser abierto de miras. El probarlo todo como reflejo de culturas que debemos conocer y comprender, pero de ahí a la aniquilación de nuestro bagaje arrocero va un paso. Centenares de restaurantes japoneses carísimos y prácticamente cuaresmeros sustituyen a las arrocerías. Entre ellos y empresas como El Paellador acabarán con la tradición, y entonces será demasiado tarde. No es chovinismo, y lo dice alguien siempre dispuesto a la aventura gastronómica y a la probatina curiosa.

Soja transgénica y barata


Otros ejemplos irían desde el dipeo al sojeo. No podré comprender la necesidad de untar una salsa con una tortilla de maíz o una patata frita tipo chip. Somos mediterráneos, y desde el Neolítico conocemos el pan de trigo. Cuando las calles de las ciudades más modernas del mundo sucumben al poderío y embrujo del pan, aquí nos lo dejamosarrebatar por unos hipercalóricos snaks a golpe de publicidar. Un par de campañas y nuestros jóvenes se chiflan por introducir en un bote sus patatas fritas. Recuerdo, por si alguien se alarma de mi extremismo, que España ya ha superado a Estados Unidos en el índice de obesidad infantil, y eso pasando hambre y sufriendo oleadas de ingeniosas dietas. Casi lloro recordando mis viajes a la lechería de mi barrio. Aquel olor a vaca que entonces me repelía, hoy me desvela de nostalgia. Borbotones de nata flotando al hervir. Vasos que quedaban blanquecinos con la espesura láctea. Hoy la leche entera pasteurizada en higiénicos, tristes y antiecológicos bricks es desplazada por el empuje de miles de derivados de soja. Alimento, generalmente transgénico e importado, que además de carencias de calcio e impotencia, genera mal humor. Sin aroma, insípido y tintado ha conquistado nuestros corazones como alimento saludable. No vayamos a tener sospechas que su inclusión en nuestra dieta habitual tiene que ver con la explotación y el comercio internacional. Es más moderno pensar que sus beneficios nutricionales la hacen más preferible que la leche.

De todos modos, con la derrota de antemano, me atrevo a sugerir a las grandes corporaciones que nos hagan un favor. Entre toda esa propaganda que nos ha hecho ascender en tantos niveles (obesidad, colesterol, hipertensión, diabetes, etc…), podrían volver al origen y escuchar la voz de unos barriobajeros nostálgicos: una fusión entre la marca Nocilla, pertenezca hoy a la multinacional que pertenezca, y chorizo El Pamplonicapodría llevar a las líneas de supermercado el bocadillo dechocorizo o chorilate. Un matrimonio de dos productos que recogen la esencia indígena americana (pimentón y cacao) sobre un tierno pan mediterráneo.No cobraremos por la idea. Que por una vez el sueño de una generación desequilibrada y genial se vea cumplido.

Me quedo con mi tapita a la espera del derrumbe definitivo
de nuestra cultura gastronómica a manos de la gran industria
Para que estas honorables y desinteresadas empresas vean lo prometedor del asunto traigo aquí un ejemplo de fusión tan increíble como la que propongo. Las Bodegas Almau zaragozanas han creado una tapa con elementos tan sorprendentes como el chorizo de Pamplona con la Nocilla. Se trata de un montadito de pan muy tostado sobre el que dispone una gruesa cama de queso crema. Sobre ella una de sus tradicionales anchoas reposa bajo una montañita de dulce confitura coronada por una cantidad considerable de escamas de chocolate. Engullida en un entorno centenario, rodeado de nuestros mejores caldos locales. Incluso hace olvidar la apatía y desinterés de los regentes del local, que asfixiados por el éxito, desprecian al comensal que un buen día les dará la espalda. Hasta que los sufridores clientes ajustemos cuentas y en espera de la comercialización del chocorizo, seguiremos soñando con las chocolatadas salmueras en la boca.

Otras versiones choriceras recomendables
Patatas a la riojana



viernes, 24 de febrero de 2012

Bizcocho de roncola (Viva el Cubalibre y no habrá paz para los gintoniqueros)


Viva el Cubalibre (No habrá paz para los gintoniqueros) 


 Saco del congelador dos enormes cubitos de hielo y los arrojo a un horrible vaso de tubo robado de algún bar en alguna noche demasiado larga. Un tercio de ron añejo cubano y dos de Coca cola. No añado frutas pues el cítrico del refresco ya me basta. No utilizo espirales metálicas porque me importa un bledo que se descarbonice. Nada de especias exóticas y coloristas. El mío es un cubata que viene desde el origen. No sabe de evoluciones ni de sociedades postindustriales.

En el mundo de la crisis y el gintónic (juro que hay estudios que relacionan el consumo de esta bebida con las épocas de recesión), yo me rebelo. Me niego a consumir un inmundo destilado de cebada, cereal apto para elaborar cerveza y alimentar caballos, pero no para castigar el hígado de mala manera. Para eso yo me guardo el ron. Extraído de la caña de azúcar desde hace cuatro milenios. Fermentado, destilado y envejecido en madera llegó desde el lejano oriente hasta el Egipto de los faraones. Fue una de las pocas aportaciones positivas que los europeos llevamos a América donde desde la Edad Moderna tiene su mejor y mayor mercado.

Tras la independencia de Cuba en 1898 y el consiguiente desembarco de estadounidenses en la isla llegó el milagro. Se mezcló con una bebida que estaba revolucionando el mercado norteamericano, la Coca cola. Al coincidir con la liberación de la isla se asoció el combinado con la celebración de independencia, de ahí el grito de Cuba Libre que va a dar nombre al cóctel. Nada que ver con la llegada de los barbudos a La Habana como se suele asociar. Sabemos que uno de los primeros consumidores fue el libertador semizaragozano José Martí, así que hasta tenemos una ligazón sentimental con la bebida.

La historia del Cubalibre va a evolucionar a lo largo del siglo XX, pero será en los años ochenta cuando se produzca su explosión en las barras española. Llega el destape, el bikini y la minifalda, el rock y la movida, la heroína y la OTAN, y por supuesto, el castizo cubata. Como casi siempre el producto se españolizó. El vaso corto se sustituyó por nuestro españolísimo tubo, indigno recipiente para todo lo que no sea Cubalibre. En ningún lugar del mundo se consentiría degustar un destilado en tubo, pero aquí no tenemos complejos. Así cuajó la bebida y así se consume.

El cubata perdió presencia conforme ascendía el poder adquisitivo de la gente. Los españoles viajamos y conocimos otros mundos y sabores. Nos avergonzamos injustamente de nuestras costumbres hasta echarnos a los brazos de nuevos amores. Nuestros bares más punteros se llenaron de mojitos, daiquirís, margaritas y, por fin, de mi enemigo el gin tónic. Incluso reconociendo mi etapa de flirteo con él, lo cierto es que no hay comparación. Pero poco se puede pedir a un país donde a los restaurantes se les llama cenadores, bocaterías y otras sandeces. Donde la gente acaba de cenar sin postre. Donde la cerveza avanza frente al vino (esto da para mucho, tanto que lo dejo para tratarlo despacio). Donde pagamos por las tapas. Donde no nos avergonzamos de El Paellador. Donde exigimos estrellas Michelín para establecimientos que sirven pan congelado. Donde la masa de la pizza no cruje y ya no recordamos lo que es una coca. Donde seguimos importando corderos australianos. Donde preferimos colorante en nuestros arroces a practicar el misterio del azafrán. Donde los cafés más que exprés circulan a ralentí…En fin me paro, no por falta de argumentos sino porque en mi vaso sólo brilla el hielo. Voy a por otro en la esperanza de que nuestro José Coronado y su personaje, Santos Trinidad, vuelvan a poner de moda lo que nunca debió avergonzarnos.

Para terminar quería lanzar una última advertencia: aunque se reconoce su valía, se ha evitado utilizar Coca cola en la receta. Parece paradójico pero hay razones ideológicas y estéticas. No quiero hacer ningún guiño cariñoso a esta empresa imperial, que por otro lado ya se encarga de introducirse en el mundo gastronómico a golpe de comprar a muchos de nuestros cocineros, que claudican por unos euros ganados a golpe de inmundos chispazos. 

Viva Cuba Libre y recuerden que no habrá paz para los gintoniqueros.

Receta de bizcocho de roncola

Ingredientes: (ocho personas)

Tres huevos
200 gramos de azúcar
100 ml de leche entera
100 ml de ron negro
100 ml de aceite de oliva
350 gramos de harina
Tres sobre dobles de gaseosa El Tigre
Ralladura de una naranja

Elaboración:

Que no se asuste nadie, que para elaborar esta receta no va a ser necesario ser un experto en el manejo de la coctelera. En primer lugar mezclaremos en un vaso batidor el azúcar, los huevos, la leche, el ron y el aceite de oliva. Batimos todo hasta dejar una crema muy ligera, casi líquida y bien ligada.


Verteremos la mezcla en un bowl al que añadiremos en primer lugar los sobres de gaseosa y cuando están bien integrados añadiremos toda la harina, tamizada con un colador, de una vez. Cuando veamos que el conjunto ha espesado rallaremos sobre él la piel de una naranja evitando la parte blanca que amargaría el bizcocho.


Engrasaremos con aceite de oliva y enharinaremos un molde circular. Lo introduciremos en el horno precalentado a 150 grados y lo dejaremos cocinando durante 40 minutos. Si la superficie se dorase demasiado podemos terminar de hornearlo cubierto con papel de aluminio. Lo importante es no abrir nunca la puerta del horno durante la primera media hora para no interrumpir la cocción y que la gaseosa pueda realizar su trabajo.



Una vez sacado del horno dejaremos atemperar el bizcocho durante dos minutos en el mismo molde para que se asiente. Después lo desmoldaremos y lo dejaremos enfriar boca abajo sobre una rejilla para lograr un enfriamiento homogéneo. Listo para cubatearnos un buen desayuno o merienda.


Consejo sugerente y nota de cata:

En esta ocasión no he optado por cometer el delito que recomiendo por ser una pieza dirigida a público infantil, pero si se tiene ocasión de pecar se puede añadir un último paso final. En una sartén pondremos al fuego cuatro cucharadas de azúcar. Cuando comience a adquirir un tono tostado retiraremos del fuego y añadiremos un buen chorro de ron hasta que quede bien líquido y no se evapore el alcohol. Nuestro almíbar de ron ya está listo. Lo verteremos sobre un recipiente y sobre él colocaremos el bizcocho que se empapará del dulce y etílico líquido desde la base. Si se hace esto se debe tener en cuenta que es recomendable comerlo al momento para evitar que se desintegre.


Para terminar por hoy voy a volver a convertirme en objeto de la ira del mundo de los ortodoxos amantes del vino. Consciente de haber inundado un bizcocho con un destilado como es el ron, cometo la imprudencia de combinarlo junto a un fermentado. En este caso se trata de un moscatel de Ainzón, que pese a quien pese no sólo marida de maravilla sino que evoca a las largas tardes que pasaban las abuelas en nuestros pueblos. Juntándose en corrillos en las cocinas soportaban las horas a base de bizcochos y moscatel. Va por ellas y sus delantales sempiternos. 

jueves, 23 de febrero de 2012


Galletas de mantequilla para los estudiantes de Valencia
(Versión tan sencilla que las podría preparar un policía antidisturbios)

Mi aportación para solucionar el conflicto
Quiero traer aquí una propuesta imaginativa que ayudará a nuestro Ejecutivo a ahorrar unos eurillos y modernizaría unos Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado aumentando su nivel de formación.

Manifestación estudiantil en protesta
contra los recortes educativos
Ante los acontecimientos acaecidos en Valencia en los últimos días quiero plantear un trueque. Los alumnos de la esquilmada enseñanza pública entregarán sus libros de texto de la extinta asignatura de Educación para la Ciudadanía a los antidisturbios y al personal de la Delegación de Gobierno. De hecho, los alumnos ya no los necesitan, ya que el extertuliano ministro ha eliminado la Ciudadanía del currículo. El profesorado de Secundaria también colaborará en este imaginativo intercambio. Las dos horas que se les quiere ampliar de horario lectivo las dedicarán a la alfabetización de los antidisturbios con el fin que sean capaces de entender los libros de texto entregados. Ya lo decía Harry el Sucio: “Si fuese un poco más tonto sería policía”. La labor es ardua, pero el profesorado abnegado y vocacional logrará el ambicioso objetivo. Todos ganaremos: estudiantes que reciclan, profesores que trabajan con las capas más desfavorecidas de la sociedad, antidisturbios alfabetizados y conocedores de los derechos y libertades que la Constitución adjudica a los ciudadanos, libros que se reutilizan. Y todo gratis.

Actitudes prepotentes fruto de falta de formación
De momento y a la espera de que se valore esta medida por la autoridad competente, yo prepararé unas galletitas de mantequilla dedicadas a una juventud que no está dispuesta a perder un sistema educativo que les hace más libres. Además estos bocaditos dulces servirán de ejemplo a las Fuerzas de Seguridad de que existen alternativas al porrazo. Contra los galletones que reparten los policías a los estudiantes, respondemos con libros, educación y galletitas mantequillosas.

Para seguir la evolución de la protesta nada mejor que la propia web del Centro
http://luisvives.edu.gva.es/

Receta de galletas de mantequilla para los estudiantes de Valencia

Ingredientes:

400 gramos de harina de trigo
150 gramos de mantequilla
150 gramos de azúcar
50 ml de leche entera
Un huevo
Media cucharadita de sal
Azúcar glass para espolvorear


Elaboración:
El proceso es muy sencillo, incluso un antidisturbios podría llegar a comprenderlo. En un vaso batidor disponemos la mantequilla a temperatura ambiente y le agregamos el huevo y el azúcar. Batimos todo bien hasta que nos quede en forma de pasta densa.



En un bowl grande mezclaremos la harina con la media cucharadita de sal y sobre ella verteremos la mezcla anterior. Iremos amasando añadiendo la leche poco a poco hasta que logremos una masa compacta y que no se agriete. La dejaremos reposar en el frigorífico durante media hora para que adquiera consistencia.
Llega el paso artístico. Con un rodillo extenderemos la masa sobre una superficie limpia donde habremos espolvoreado azúcar glass. Cuando el grosor sea de medio centímetro las cortaremos en la forma y tamaño deseados. En mi caso elegí la forma rectangular. Las colocaremos sobre una bandeja con papel de hornear engrasado y enharinado para evitar que se peguen.
 


Iremos ahora al horno precalentado a 180 grados para que se cocinen durante 15 ó 20 minutos (según el tipo de horno. El momento de sacarlas será cuando comiencen a dorarse los bordes de las galletas. Será importante tener cuidado en la fase de enfriado para evitar que se cuarteen. Para ello, las dejaremos enfriar cinco minutos en la propia bandeja y luego las extenderemos sobre una rejilla otros cinco minutos. Las galletas estarán preparadas para empaquetar.





martes, 21 de febrero de 2012

Mercat de Sant Josep: La Boquería (Butifarras y bogavantes)


Mercat de Sant Josep: La Boquería




Pocos lugares del mundo son tan fotogénicos como el que hoy nos trae aquí. Además no es la mejor de sus cualidades, pues el olfato se dispara desde que doblamos la esquina de las Ramblas. Dulces frutas saludan al visitante con exuberancia, pero en la zona de las especias la sensación es casi lujuriosa. Si se tiene la oportunidad de acudir en otoño, las paradas repletas de setas y hongos impregnan la atmósfera a golpe de espora. La zona de carnes y embutidos destaca por la riqueza visual, pero es en la zona central de los pescados cuando todos los sentidos se disparan. Tienen la suerte de no sufrir todavía el atentado que han cometido otros mercados nacionales. El caso es que hoy es habitual separar las pescaderías del resto, aislándolas en un recinto separado. No dudo que las razones higiénicas lo hagan preferible, pero la unidad de espacio del Mercat de Sant Josep es un valor positivo, pues integra todos los productos del planeta bajo un mismo techo. Capítulo aparte merecen los pequeños bares de tapas y cafés que se diseminan por sus pasillos. Pero esos tienen tanta enjundia que los trataré otro día en un capítulo aparte.



 La dificultad a la hora de escribir esta parte del relato consiste en el hecho de tener que pasar a palabras apreciaciones sensoriales. Describir sabores, colores, texturas, aromas y sonidos es muy diferente a hacerlo con calles, edificios y personas. El vocabulario cambia y el uso de metáforas debe aumentar considerablemente, pudiendo caer en un plano metafísico no deseado en esta ocasión. Allá vamos con dos capítulos donde aspiro a describir dos espacios bien distintos: la Boquería  y su entorno, el barrio del Rabal.



IV


El mejor momento para pasear por la Boquería  es la mañana del viernes. Llevaba desde el lunes en la ciudad y había conseguido resistirme a asomarme a las Ramblas por miedo a caer en la tentación de cruzar el arco sagrado. Desde pequeño he practicado la costumbre de visitar todos los mercados de abastos de las ciudades que he visitado. Creo que es el mejor ejercicio para tomar la temperatura de una ciudad. Los productos que se exponen, la forma de presentarlos, el tratamiento entre los comerciantes y sus clientes, la vida que bulle en el entorno y los horarios de afluencia son, entre otros, factores que explican mejor la realidad de una sociedad, que toda la batería estadística, que la sociología demoscópica se empeña en recoger. Si decidí esperar al viernes fue porque quería vivir el momento de máxima plenitud del recinto. Clientes de a pie que pasean por las paradas en busca de ingredientes para el fin de semana, se mezclan en un remolino de cabezas y carritos, con los más insignes cocineros en busca de inspiración para nuevas creaciones. De ser ciertas las afirmaciones de muchos de ellos, entre el bullicio de los pasillos de la Boquería la inspiración surge de manera espontánea. Los pequeños bares instalados en su interior llenan sus mostradores de bandejas y cazuelitas de bocados vistosos y contundentes. Ese día se forman largas filas aguardando con paciencia su ocasión de conquistar un hueco. Es cierto que las mañanas de sábado el mercado está más concurrido, pero la diferencia cualitativa con los visitantes de los viernes es significativa. Miles de turistas fotografían los jugosos melones y comentan la frescura de los besugos, pero sin ninguna intención de adquirirlos. Los comerciantes, sabedores de la situación no se molestan en intentar atraer al cliente. El material de los puestos, así como las tapas y pintxos que abarrotan las barras suele ser el sobrante del día anterior. Los frigoríficos de las casas más previsoras y las cámaras de los buenos restaurantes ya están repletas a esas alturas. Un cierto aire museístico se despliega bajo su techumbre modernista alejando el recinto de la realidad de una ciudad.


Las visitas a Gabriel estaban dando mucho más de sí de lo que podía imaginar en un principio, pero aun así, decidí dar por concluida mi semana de viajes a Castelldefels para darme el placer que me había reservado para aquella mañana. La tarde y lo que viniese después se lo dedicaría a Gertru, y se avecinaba un fin de semana encerrado en mi habitación tecleando al ordenador las entrevistas, por eso necesitaba una tregua. No se me ocurría mejor lugar para tomar oxígeno. Contrarreste los efectos de la pastilla que necesité a mitad de la noche con dos fuertes expresos en una curiosa granja entre grupos de mujeres que se disponían a comenzar jornada. Me resistí a una pulga de jamón del país que llevaba mi nombre. Prefería esperar a calmar la ansiedad en la Boquería. Valdría la pena el esfuerzo.

Como en visitas anteriores a la ciudad, mi ritual con el mercado comienza con un paseo Ramblas abajo. Ignoré los odiosos mimos y añoré las larguísimas hileras de sillas de metal que, enfrentadas a ambos lado del Paseo, permitían, previo pago, descansar al caminante. Nunca las utilicé en mi infancia, pero la sensación de ser observado por una multitud, me hacía erguir la espalda y caminar con paso firme, buscando la aprobación del jurado. Hoy, la zona ha sido invadida por las terrazas de bares franquiciados, que despliegan su mobiliario de plástico y acogen, como pude observar, a una jauría de zampabollos que tragan larguísimos cafés en vasos de plástico. Ignoré a aquella turba llegándome hasta la entrada del mercado. Había acertado en la hora. El bullicio era ensordecedor para cualquiera que se acercase sin la reverencia necesaria al santuario. Los madrugadores ya salían con las bolsas repletas y los rostros sonrientes por haber acaparado las mejores piezas. La promesa del pecado de la gula se reflejaba en sus pasos largos y ansiosos. Cuando me asomé al pasillo central, aunque iba con la guardia alta, el impacto visual fue tremendo. Los colores de las frutas y verduras de los primeros puestos eran capaces de hipnotizar al más pintado. Me entretuve leyendo nombres de frutas de las que jamás había oído hablar. Unas espinosas y recias que prometían carnes jugosas, otras de una madurez amarillenta exhalaban olores propios de otras latitudes. La moda del momento consistía en dispensar mezclas imposibles de zumos de colores llamativos, que los turistas pagaban a precio de oro y sorbían con pajitas estriadas.

No pude evitar sonrojarme ante la visión de unas enormes bananas que exhibían su erección con orgullo. La reacción de Gertru ante mi fracasado intento había sido muy comedida y su reacción comprensiva, pero aunque uno tenga el sentido de la competitividad aletargado, el envite era directo. De un verde intenso, se erigían como mástiles desde su caja. Ignoraban al resto de los visitantes para encararse a mí desde el reproche y la humillación. Huí de ahí como un desertor, temeroso de que todos los presentes escuchasen los gritos que me proferían las fibrosas y poderosas frutas.

Retrasando el momento de mi cita con la plaza central, anduve recorriendo los pasillos laterales dando la vuelta completa al recinto. Me paraba a cada momento con la intención de escuchar las comandas y los cánticos anunciadores de los vendedores. Aquella gente sabía lo que se hacía. Los comerciantes lo tienen bien aprendido, pero sólo los clientes más avezados conocen la fórmula que distingue a un simple cliente de un gran cliente. Si quieres que te sirvan el mejor género, y evitar los restos que se esconden detrás de los mejores productos, se debe empezar por lo más caro y seguir por orden decreciente hasta el final. No se trata de ruindad, sino de una declaración de intenciones. Amigo, hoy voy a llegar hasta aquí. Sólo el más imbécil dejará el auténtico solomillo de buey para el final.

Los embutidos de la Plana y el Ampurdán, las confituras artesanales semanalmente traídas del agro con cuentagotas y sobre todo, la casquería expuesta con pulcritud en las abarrotadas paradas de menúceles, me entretuvieron durante más de dos horas. No pude resistirme a unas morcillas de cebolla y dos medallones de un foie micuit que me incitaron con su terso y brillante empaque. Completé el avituallamiento para el fin de semana conventual con un par de butifarras, pues no pude elegir entre la blanca y la negra, que se adivinaban caseras. De nuevo en la entrada aproveché la ocasión y pude acomodarme frente al abigarrado mostrador del bar de la entrada. Como si fuese una revelación, un camarero de bigote espeso y dudosa limpieza depositaba una tartera de barro con una montaña de caracoles a la gaditana delante de mis narices. Sin duda habían sido generosos en el picante, por lo que necesité tres cañas para terminar la ración. No di por concluido el almuerzo hasta que unté las tres míseras rodajas de pan que lo acompañaban. Con trozos de piñones todavía jugueteando entre mis dientes me dirigí por el pasillo central hacia la zona de pescados, mi preferida.


Rodeando la plazoleta se disponen las grandes pescaderías, que se miran unas a otras en actitud retadora. Traté de memorizar la denominación catalana de los pescados más conocidos, pero pronto abandoné por lo ingente de la tarea. Lo más llamativo no era el género en sí, sino algo que sólo se aprecia en este tipo de establecimientos, donde las piezas se venden con gran rapidez, el movimiento. Allí la frescura no se distingue como en otros lugares por el color, el brillo de los ojos o la humedad de las aletas. En aquellos puestos el pescado se mueve, vivo, en una coreografía sólo comprensible para el reino animal. Tenazas de bogavantes, colas de cigalas, moluscos que se abren y cierran con profundos resoplidos. Me quedé perplejo ante una caja de camarones que se estiraban una y otra vez produciendo un cliqueo que se transformaba en música al acercarse. Disfruté, antes de salir de nuevo al mundo real, de una sesión de ballet inesperada en el mejor de los escenarios. Ahora sé porque Barcelona levantó su Liceo junto al mercado.


V


Decidí buscar una de las salidas laterales para terminar la mañana recorriendo sin rumbo las estrechas calles del Rabal. Otra de mis actividades inexcusables cuando viajaba a una ciudad era el callejeo. No tardaba en introducirme en el papel del mirón. Con las manos cruzadas a la espalda, el cuello erguido y pasos lánguidos he disfrutado de largos paseos en ciudades desconocidas. Se trata de buscar el momento en el que la ciudad se muestra desprevenida y desvela los secretos que oculta al turista ortodoxo. Comprobé decepcionado que el barrio peligroso, inmundo y lleno de sabores que recordaba se había transformado. Flotaba en el ambiente la intención de conservar lo que de pintoresco y castizo poblaba sus rincones, pero el resultado quedaba muy artificial y algo snob. El Rabal había sufrido en la última década el mismo proceso que otros muchos barrios degradados del centro de grandes urbes. Lo había visto en tantos lugares. En primer lugar saneamiento de calles y edificios que posibilitaba la repoblación a base de juventud y asociacionismo. Pronto llegaban en aluvión oleadas de artistas y diseñadores que reclamaban desde una fingida marginalidad su espacio urbano propio. Lo cierto es que como idea no parece mala, pero el final era inevitable. Lo que en un momento fue alternativo y moderno se torna atractivo para un sistema que no dejará escapar la oportunidad. Franquicias y grandes cadenas comerciales comienzan un aterrizaje en estas zonas e inundan de luces y eslóganes los letreros. La original taberna que sustituyó a la tasca se ve amenazada por la hamburguesería. Toda la población que acudió a la llamada del barrio desaparecerá en unos años a nuevos hitos urbanos que tarde o temprano terminarán sucumbiendo. Por suerte, el Rabal en el que me adentraba estaba todavía en la primera de las fases. Las viejas güisquerías y locales de alterne, donde los marineros que llegaban al puerto gastaron tantas pagas, sobrevivían a duras penas entre nuevos locales temáticos y cervecerías carísimas repletas de gafas de pasta  y cupcakes.

Llegué hasta el mismo Paralelo para comprobar que no habían dejado ningún rincón original. Aunque miles de sábanas seguían colgadas de los balcones y varios grupos de niños ignoraban sentados en las aceras que aquel era día de escuela, la sensación de artificialidad me acompañó en el paseo. Volví sobre mis pasos para volver a cruzar el mercado con la excusa de regresar a las Ramblas, pero al llegar a la entrada de atrás para enfilar de nuevo el pasillo principal observé algo que llamó mi atención. En un lateral de la plazoleta aledaña a la Boquería se arremolinaba un grupo de personas ante una puerta de cristal en la que se podía leer:

Sala de Usos Múltiples

Mercat de Sant Josep

Al aproximarme al grupo pude ver un cartel pegado junto a la entrada con el programa de actividades propuesto para el día:

Viernes 10 de octubre

III Ciclo de Conferencias: Sentidos gastronómicos

“La vista: el plato como objeto artístico”

Profesor Ernesto Umbría

Universidad Autónoma de Barcelona


De por sí el tema era más que sugerente. Uno de los temas recurrentes a la hora de valorar si la gastronomía pertenece al mundo artístico es el de la apreciación sensorial. Generalmente los defensores del gastroarte lo hacen basándose en que se trata de la manifestación humana en la que intervienen de hecho todos los sentidos. Sus rivales se suelen centrar en la idea de que al tratarse de una necesidad fisiológica no deja lugar a la creatividad individual, pues sólo lo superfluo puede elevar el espíritu del hombre. El debate solía ser aburrido y manido. No se salía casi nunca de los lugares comunes que no ayudaban a avanzar la cuestión. Las posiciones eras viscerales y ninguno de los bandos estaba dispuesto a hacer concesiones. Por mi parte tenía una difícil tarea que presumía fracasada desde su inicio, pues el tema no daba para mucho más, y tenía nada menos que una tesis doctoral por delante dedicada a un tema tan poco fructífero.

Lo que me decidió a entrar a la conferencia no era tanto el tema como su protagonista, Ernesto Umbría. Miembro de una familia de solera catalana, es bien sabido por los ecos de sociedad que renunció a continuar la saga algodonera que había dado lustre a su apellido para dedicarse a cuestiones peregrinas. Dilapidó un dineral en mecenazgos diversos. Un abanico que lleva de la Nova Canço catalana hasta los múltiples replicantes del simbolismo de Miró se vio beneficiado del capital familiar. Bien sea por que sus ahijados se emanciparon gracias a nuevas productoras y a generosos patrocinios bancarios que subvencionaron sus obras a cambio de iconos corporativos, o bien porque la familia le retiró el acceso a las cuentas que dilapidaba una tras otra; el personaje se centró en la vida académica universitaria y en practicar una vida ascética alejada de la vida social de la ciudad. A esas alturas casi nadie recordaba los tiempos en los que no había celebración, reunión o sarao en Barcelona en el que Ernesto no fuese protagonista. Dominaba una cuadrilla de artistas sin cotización, periodistas incipientes, políticos de los que llenan las listas electorales por la parte de abajo de las papeletas de partidos progresistas y catalanistas, pseudomúsicos con óperas definitivas en perpetuos estados inacabados, prostitutas risueñas con vocaciones matrimoniales, estudiantes maduros en busca de la tesis que revolucionaría el panorama académico, revolucionarios de barra de bar calculando la fuerza de la próxima carga zarista cerveza en mano. Su autoridad emanaba de su cartera y su presencia en corrillos, agrupaciones y contubernios cayó en picado conforme el alpiste dejó de manar a espuertas. Coincidió su muerte social con el cambio al euro lo que muchos identificaron como resultado de una reconversión necesaria. Llegaba la modernidad y había que esconder los trapos sucios.

Un amplio hall se abría en los bajos del palacete sostenido por unas estrechas columnas metálicas decorativas pintadas de un modernista verde eléctrico. Una puerta vidriada de doble hoja invitaba a los asistentes a la sala de conferencias, moderna y funcional. Decidí la discreción de las últimas filas para evitar que el conferenciante pudiese reconocerme. Me había encontrado con el personaje un par de veces en seminarios sobre bodegones y naturalezas muertas en Madrid y en unas cuantas ocasiones más en nuestra tienda de antigüedades. Era un cliente poco ortodoxo pues oscilaba entre una exigencia puntillosa a la hora de valorar las obras y una generosidad nada crítica en el momento de la tasación y forma de pago. Quería calidad y estaba dispuesto a pagarla aunque fuese a costa de su atuendo desfasado y un discutible sentido del aseo personal. Quien no hubiese visto el grosor del fajo de billetes que escondía en el bolsillo de la americana podía pensar que se trataba de un homeless de cajero y colchoneta. La otra razón para pasar desapercibido respondía a cuestiones burocráticas, pues el mío era el único cuello del que no colgaba la tarjeta plastificada que acreditaba la participación.

El gerente de la Asociación de Comerciantes de la Boquería presentó al conferenciante como Catedrático de Historia del Arte de la Universidad Autónoma y situó el tema del día cómo uno de los más sugerentes dentro del debate nacional. El tipo, con más pinta de ejecutivo que de cooperativista gremial, no le puso mucho énfasis al asunto. Nadie creía en la trascendencia de un tema que se agotaba en el título. Con tantas concepciones de arte como estudioso del tema, el encasillamiento de la gastronomía dentro o fuera no era nada más que una cuestión léxica. Así tenía pensado enfocar el tema de mi escuálida tesis. Si se entendía el arte en sus términos más amplios debía incluir los aspectos culinarios. En cambio una visión más elitista del término excluía ese tipo de vulgaridades. Además daba igual. Mucho más en un país que se debatía entre la entelequia de la dieta mediterránea y el imperio del chorizo y las legumbres cargadas de tocino.

La figura de Ernesto se empequeñecía sobre el estrado, pero su voz poderosa y cadenciosa pronto consiguió atraer la atención del respetable. Dominaba la oratoria y tenía recursos para llevar cualquier toro al centro de la plaza. Un par de frases explosivas crearon el clima de silencio y atención que necesitaba para dictar su clase magistral. En el primer minuto de monólogo se sucedieron un “la comida estimula más los sentidos que el sexo” y un llamativo y certero “el griego es un concepto que debería de extenderse más allá de las páginas de contactos”. Introdujo la curiosidad con sus bombazos y regresó al tema anunciado para exponer su teoría. Lo cierto es que más que interesante en sí, su discurso me resultó curioso por poco habitual. El profesor defendía la idea de excluir la gastronomía del mundo artístico sin basarse en otro argumento que el del perjuicio que esto le acarrearía. Demostró la cantidad de limitaciones con las que la catalogación artística había castrado medios como el cine y la fotografía. Lenguajes y manifestaciones con vocación de libertad se habían visto limitados sus recursos hasta hacerse pequeñas y socialmente irrelevantes. Si se quería conservar el dinamismo y la valoración actual del mundo de los fogones se debían dejar en manos del espíritu anárquico y desbocado del cocinero. Por otra parte aquel viejo con aspecto huraño defendió fuera de programa otra de sus curiosas teorías que, esta vez sí, provocó la aclamación popular en forma de aplausos. Versaba ésta sobre la gran ventaja que todavía conservaba el ámbito culinario sobre cualquier otra manifestación humana, la falta de profesionalización. Desde que los escribas del mundo antiguo se establecieron como casta social privilegiada por el hecho de dominar el lenguaje impreso en tablillas de barro. Conservaron sus secretos con pretensión corporativista. Del mismo modo harán siglos después hornadas de selectos pintores, arquitectos y escultores, que renegando del mundo artesanal se independizaron a base de seguir tendencias y firmar sus obras. La calidad de sus representaciones no mejoró en mucho el resultado, pero su status social se disparó. Y todo por el módico precio de sacrificar la libertad creativa. No fueron conscientes del peso del diezmohasta que el pago ya fue irreversible. La obra de arte salía del mundo real y sería confinada en salas de museo espaciosas, cómodas y bien iluminadas, pero irrelevantes como expresión del ser humano. La idea de Ernesto era buena. Escocería si su opinión fuese relevante en el ámbito académico, pero estaba claro que su figura no era tenida en cuenta más que para bolos de nivel bajo como el de aquel día. Un lenguaje que podía dominar al mismo nivel una abuelita de Ourense que un chef parisino era demoledor. La fuerza de la gastronomía se fundamentaba según el conferenciante en su falta de normativa y su carácter amateur y, dicho sea de paso, esa eran los mismos argumentos que explicaban el éxito internacional de la cocina española de los últimos tiempos. El carácter anárquico y poco ambicioso se conjugaban a la perfección con el espíritu de un pueblo que abominaba el orden y la constancia. Era una visión triste de nuestra civilización, pero fue defendida con la pasión que insufla la conciencia de la derrota.

Llegaron los tediosos ruegos y preguntas donde por fin averigüe que los asistentes pertenecían a uno de los condumios de SlowFood que tanto habían proliferado por los rincones nacionales. En concreto eran todos extremeños de visita a la ciudad y algún iluminado había incluido la conferencia dentro de la agenda del viaje gastronómico. En general se trataba de gente de cierto nivel económico y cultural con tiempo libre para aficiones gastronómicas y agroecológicas, pero siempre me parecieron paternalistas con el resto de los mortales que se dedican a cosechar y consumir tomates más bien normalillos. Esa fue la postura que demostraron en la charla con Ernesto al que supusieron fuera de época por ignorar cualquier postura moralista en su discurso. Aquellos extremeños venían armados y no estaban dispuestos a dulcificar su discurso integrista que les llevaba a salvar el mundo y alcanzar la felicidad humana con cada bocado. Tras unos tanteos dialécticos lograron llevar el tema de la conferencia a la base de toda cocina, el producto. El viejo se parapetó bajo el argumento del falso desconocimiento, pero a tenor de lo que vendría después no fue suficiente.

-Si no he entendido mal- la voz de la joven se alzó educadamente en el auditorio- usted reivindica la labor del trabajo artesanal frente al artístico, profesor Hidalgo. Y si es así, dónde queda la laboriosidad del agricultor o ganadero en el proceso de creación-

-Señorita, tres aclaraciones- la meticulosidad de Ernesto se disparó del mismo modo que le recordaba años atrás en la trastienda frente a mi padre y a un viejo lienzo demacrado- En primer lugar pone en mi boca una afirmación que me cuidaré mucho en hacer. Nunca he defendido el valor creativo de la cocina. Más bien sería un trabajo de reconstrucción de algo de lo que ya no quedan planos ni referencias. Comparto el concepto creativo platónico sin ambages. Todo está ahí, antes incluso de imaginarlo, sólo debemos recordarlo. La tábula rasa únicamente satisface a los egocéntricos. Por otro lado afirma usted que la materia prima, en este caso los ingredientes, es pieza esencial a la hora de valorar un plato, y yo, con respeto, le digo que no. El apoyo al consumo de cercanía que se desprende de su discurso y que defiende su agrupación- una sonrisa maliciosa pareció crispar al público en forma de rumor- no se sostiene sin la condición necesaria de que la tierra sea generosa en ese lugar. La labor del agricultor es necesaria pero irrelevante, la del consumidor lo es mucho más. Por último quiero destacar la confusión que en occidente tenemos entre los conceptos de artista y artesano, pues los consideramos como términos excluyentes, cuando pueden y deben solaparse en el buen cocinero. La imaginación y la trascendencia no sólo no deben estar reñidas con la laboriosidad y la habilidad sino que deberían complementarse. La confusión es vieja y viene del error cartesiano de que algo no puede ser y no ser a la vez. En eso los orientales nos sacan la ventaja suficiente como para borrarnos del mapa comercial de los alimentos. Al tiempo.-

 Acostumbrado a su séquito universitario de alumnos incondicionales en pos de una beca, el profesor no tardó en sentirse incómodo ante el evidente rechazo extremeño. Así que agradeció la atención prestada y se dispuso a huir para no continuar ante el incipiente pelotón de fusilamiento que se estaba preparando. Se puso en pie y con sus notas en la mano se dirigió hacia la puerta lateral como el toro busca la salida del ruedo. Ignoró algún reproche tímido, incluso una bola de papel fabricada con el programa del día, que por fortuna no le acertó en la coronilla y pudo mantener la escasa dignidad que sus pantalones demasiado cortos le permitían.

 A la salida pude reconocer el ambiente cortijero que antes no había sabido identificar. Esperaba al profesor a una distancia prudencial con el objetivo de atacarle con las defensas bajas. Sentí que debía hacerlo en beneficio de mi trabajo. Una intuición se apoderó de mí al oír su discurso. Aquella vieja sombra del pasado sabía mucho más de lo que mostraba y nada perdía por escudriñar esa vía. No pude resistirme a comprar unas ramitas de regaliz de palo a una gitana que las exhibía con desgana bajo el soportal. Entretenido con las sabrosas raíces y apoyado en una columna con el sol del mediodía lamiéndome goloso esperé a Ernesto Umbría, sin saber bien para qué.


A vueltas con la Educación (Francisco Ferrer i Guardia)

A vueltas con la Educación

Francisco Ferrer i Guardia
Lecciones de pedagogía
En la introducción al relato de hoy (tercera parte) no quiero ser pesimista ni agorero, por eso seré breve y me marcharé pronto. Algo estamos haciendo mal en la formación de la generación que viene. Los medimos en términos de productividad y en capacidad para incorporarse al mercado laboral. Pero no nos cuestionamos si esos son los mejores indicadores. Quiero dejar para la reflexión unas citas a modo de testimonios históricos de un prestigioso pedagogo que murió fusilado por las fuerzas del orden a causa de la defensa de sus valores. Francisco Ferrer i Guardia, fundador de la Escuela Moderna. Tras los acontecimientos de la Semana Trágica de Barcelona del verano de 1909 fue fusilado el 13 de octubre en los fosos del castillo de Montjuich, ante la indignación de la opinión internacional, que lo consideraba inocente de tales cargos. Las protestas fueron unánimes, y su muerte considerada un crimen de Estado, que al final provocó la caída del gobierno de Antonio Maura. Sin duda hemos avanzado mucho en diversos caminos, pero en el que nos ocupa hoy, cada cual que extraiga sus conclusiones. Un siglo más tarde recordamos algunas joyas como éstas:
Las iglesias arden en Barcelona (Julio 1909)
“Se tiene que dejar que el niño, esté donde esté, consuma sinceramente sus deseos.”

 "El objeto de nuestra enseñanza es que el cerebro del individuo llegue a ser el instrumento de su voluntad."

 “Vivamos en República, tengamos al frente de los municipios a hermanos nuestros que organicen la administración, nos eduquen y repartan los impuestos de modo que todo el mundo tenga qué comer."

 “No soy un anarquista, soy un rebelde.”

 “En primer lugar no ha de parecerse a la enseñanza religiosa, pues la ciencia ha demostrado que la creación es una leyenda y que los dioses son mitos, y por consiguiente se abusa de la ignorancia de los padres y de la credulidad de los niños, perpetuando la creencia en un ser sobrenatural, creador del mundo, y al que puede acudirse con ruegos y plegarias para alcanzar toda clase de fervores.”

 La misión de la Escuela Moderna consiste en hacer que los niños y niñas que se le confíen lleguen a ser personas instruidas, verídicas, justas y libres de todo prejuicio. Para ello, sustituirá al estudio dogmático por el razonado de las ciencias naturales. Excitará, desarrollará y dirigirá las aptitudes propias de cada alumno, a fin de que con la totalidad del propio valer individual no sólo sea un miembro un miembro útil a la sociedad, sino que como consecuencia, eleve proporcionalmente el valor de la colectividad.”

Consejo de Guerra al pedagogo rebelde

III


Los fogonazos de luz de los coches y letreros luminosos de la calle Aragón se apagaron al entrar en el local. La oscuridad era el livemotiv del restaurante. La planta baja estaba destinada a la recepción y la coctelería. No más de veinte personas bebían de pie alrededor de una gran mesa de servicio. Varias miradas se volvieron hacia nosotros pero fue el chef quien vino a recibirnos enfundado en su impecable filipina negra con su nombre bordado a modo de medalla.

-Qué alegría Gertru. Pensaba que ya no venías- beso sus mejillas y la apartó para observarla mejor- Dime, ¿Cómo está el viejo? ¿Alguna novedad?

-No, ya sabes, todo igual. - desvió la conversación con habilidad-Traigo a un nuevo amigo de la familia. Te presento a Igor Calanda, un estudiante interesado en la cocina catalana. Así que hoy ya te puedes esmerar, quizá aparezcas en una tesis doctoral-

-Así que nuevo amigo.- La apartó para observarme cual juez inquisidor-Bueno, tendrás que pasar la prueba. Salir de una encerrona del Gaig con dignidad y caminando bípedo es una prueba de fuego. Te advierto que te la juegas, noi- Zanjó la conversación con un apretón de manos y nos dio la espalda para llamar la atención del respetable.

-Bueno, creo que ya estamos todos. Os tengo que contar que la velada de hoy la quiero dedicar al gol del Xavi de domingo en el Bernabeu- su silencio medido fue aprovechado para recibir un fuerte griterío entre los invitados- Además el muchacho me manda recuerdos para vosotros y se disculpa de no poder estar aquí. Ya sabéis que tiene Champions esta semana y el Guardiola no está para moñadas. Así que para recordar la conquista del Bernabeu qué mejor que empezar con unos callos catalanizados- Mientras decía esto, una hilera de camareros apareció por el pasillo que se abría junto a la barra y depositaron sobre la mesa unas grandes cubiteras con botellas ya descorchadas y una bandejas rebosantes de lo que parecían unos verdaderos y castizos callos- La afición rompió en aplausos ante la comitiva. Gertru me llevó a un lateral de la mesa y me fue presentando a la gente que le saludaba. No recuerdo gran cosa de aquellas personas pues mi mente ya estaba planeando sobre aquellas bandejas de callos que veía menguar ante el empuje de los más ansiosos. No quería llamar la atención de mi anfitriona, así que esperé a que fuese ella la que diese el pistoletazo de salida para abalanzarme sobre los manjares.

Tras un cuarto de hora de sufrimiento aguantando las mismas conversaciones me decidí. Todos preguntaban a Gertru sobre su padre y ella con cintura de boxeador desviaba la conversación hacia mí, pero el contenido de las bandejas descendía dejando a la vista una salsa gelatinosa que venció mi última resistencia. Con movimientos lentos retrocedí y me presenté delante de la mesa entre dos comensales corpulentos que me sonrieron sin perder bocado. Uno de ellos me ofreció la copa que llenó de Recaredo hasta el borde. Callos con cava, aquello prometía. Me decidí por empuñar un tenedor, pues me parecía descortés atacar con el pan desde el principio. Con avaricia pinche varios trozos de tripa que resultaron tiernos como la mantequilla. Los paseé bien por su salsa y por fin llegaron a mi ansiosa boca.

A otro que se merienda la estrellita, pensé tras el decepcionante bocado. Exceso de tomate y poco pimentón. Además la sustitución del chorizo por butifarra fresca de Vich tampoco fue un acierto. Eché de menos como nunca la morcilla que me esperaba sumergida y discreta en mi tartera de Casa Lucio cuando me quería dar el gusto. La reinterpretación era un riesgo peligroso del que aquel tipo no salía airoso. El resto de comensales no debía pensar lo mismo pues aguantó con hombría el relevo de las fuentes vacías por otras tantas que no tardaron en desaparecer. Aquella gente sabía de excesos y lo empezaba a ver claro. Getru desapareció de mi vista y la cría perdida hasta el momento en el que oí su voz susurrándome al oído.

-Resérvate para arriba campeón. Esto no ha hecho más que empezar.- Al girarme sólo pude ver su media melena perdiéndose entre el gentío. Por si acaso acometí el último pedazo de pan crujiente que me quedaba para empaparlo con aquella gelatina. No sé lo que me espera, pensé, pero que no me pille con hambre. Engullí el submarino bien empapado. Apuré mi tercera copa del excelente cava y abandoné mi puesto en el frente.

Busque a mi anfitriona con la mirada y no la vi, pero el cocinero Carles estaba atento a la jugada y con media sonrisa me señaló la puerta de salida. Allí en medio de la acera apuraba Gertru su cigarrillo. Menuda y con pulso tembloroso tenía vocación de animal desvalido. Me entraron ganas de abrazarla para protegerla de los transeúntes que pasaban junto a ella sin reparar en su extraña belleza. Me acerqué y le pregunté:

-¿Estás bien, Gertrudis?

-Sí, gracias- respondió con una sonrisa de complicidad- Es que apenas han pasado tres meses desde que no está aquí, y no he llegado a acostumbrarme- una calada de varios segundos dio por terminado el pitillo. Exhaló el humo escrutándolo concentrada- En ocasiones así le extraño mucho. Adoraba estas reuniones. Se podría decir que era el alma de la fiesta, y ahora…-

-Pues hagámoslo en su honor- interrumpí-A su salud-

Como minutos antes, pero con más decisión volvió a agarrar mi mano y regresamos al interior. El ambiente se estaba caldeando. Un grupo ya entonaba tot el camp sin complejos. Parecían las fiestas de un pueblo disfrazadas de sedas, lentejuelas y gomina. En ese momento, el chef anunció entre vítores que ya estaba lista la sala. La gente se recompuso la ropa y la compostura y se dirigió hacia las escaleras apagando el bullicio.

La decoración no era muy distinta. Caravallesca decidí. Una oscuridad casi sepulcral convivía con unos focos invisibles dirigidos hacia las mesas, donde unas lamparitas rojas tamizaban la fuerte luz. A la cabeza se me vino la estampa de la biblioteca del Departamento de Nuevas Artes en el que pasé tantas horas en los dos últimos años. Casi siempre vacío y siempre oscuro. Estaba claro que la iluminación era un punto muy cuidado en el establecimiento, pero mi falta de sensibilidad para este nivel de matices me impedía apreciar el sentido de aquella puesta en escena. La voz de Carles sonaba ahora como salida de las penumbras invitando a sus amigos a tomar asiento. Habían distribuido las mesas, todas para seis comensales, por la sala. Pronto me di cuenta de la ley no escrita que regía aquella cita mensual. Los invitados se mezclaban sin respetar razones de pareja, sexo, edad ni afinidad. Encontraban divertido mezclarse aleatoriamente confiando a la suerte la compañía. Así que en un paseo ritual todos se pusieron a caminar por el comedor y se fueron sentando sin orden en las mesas. Comprendí que yo no era una excepción cuando con una sonrisa Gertru me empujó de su lado invitándome a alejarme de ella e integrarme en la aventura.

Al principio creí que la fortuna no me había sonreído, pues los compañeros que se fueron sentando a mi lado no aparentaban gran interés. Pero pronto caí en el error de apreciación. Junto a mí dos señoras de cierta edad y permanente de esa misma tarde desdoblaban sus servilletas con manos de costurera, mientras que un enorme tipo calvo de bigote ennegrecido por el tinte se sentó junto a mí con una botella de Pinord Noir de Tarragona en cada mano. Se afanó en llenar todas las copas borgoña de fino cristal sin preguntar. El brusco giro final de muñeca al terminar de servir delataba que no era la primera vez que servía vino. El resto de la mesa me agradó más desde el principio, pues a mi izquierda se acomodaron dos de las mujeres más atractivas de la reunión. Una rubia con aire danés y musculoso cuello sin mucho garbo para lucir un traje de noche y una joven con aire de funcionaria resultona que creí ver abajo sin compañía aparente. Había que escudriñar posibilidades.

Los camareros volvieron a su desfile y esta vez reconozco que me deslumbró lo que presentaron en medio de la mesa. Aquello estaba lejos del minimalismo, la vanguardia y la fusión. El olor a horno de carbón, queso de cabra y nata de leche todavía burbujeante me atacó sin piedad. Tras el primer envite vino lo mejor. Aquello no tenía confusión, Tuber Melanosporum. Y si me hacían apostar diría que aquellas trufas eran de Carrión. Una manta de queso gratinado dorada cubría la bandeja metálica, y no estaba construida a base de queso rallado sino que se podían distinguir las virutas extraídas con habilidad. Nuestro camarero nos adjudicó desde la oscuridad un tenedor y una cuchara a cada comensal y, maldita sea su gracia, dispuso junto a mi plato una rasera que más se parecía a una espátula de yesaire que a un instrumento de cocina. Así que el destino quiso que fuese yo el responsable de atacar las ordenadas hileras de canelones. Sin más dilación, apuré la copa de vino y agarré la espátula con fuerza. ¿Cuántas unidades serían las correctas? Si por mi fuese y a tenor de su aspecto diría que con cinco podríamos empezar una buena primera ronda, pero reduje a tres el envite por cuestiones diplomáticas y porque recordé que estábamos en un estrellado. Me animó ver la cara de decepción que mostraron las señoras de mi derecha al ver sus minúsculas raciones. Y todavía me desinhibí más cuando una de ellas me arrebató la herramienta entre las risotadas del caballero de en frente y se levantó para servir como lo haría una mamma itálica.

-Trae acá, hijo mío. Que pareces tú el català-

Media docena de piezas se volcaron con rapidez y destreza sobre cada plato acompañadas de un mar de espesa bechamel moteada de trufa negra. Por no dar la impresión definitiva de remilgado acometí mi plato con premura. Abusé del vino para aclarar la boca tras cada canutillo, sufrí por la falta de pan en la mesa y me resarcí de ello a base de terminarme la salsa a cucharada limpia. La trufa era agresiva como una walkiria. Primero llenaba la nariz hasta impactar en el cerebro. El olor a mineral de las profundidades de la tierra eclipsaba los sentidos. En boca la cosa era distinta. Un tono oxidado se imponía a los lácteos de la crema. No pude deducir de qué estaban rellenos aquellos tubos, pues sólo identifiqué el dulzor de la cebolla. Me dejé llevar por la gula hasta que después del segundo plato y ante una nueva bandeja repleta que la misma señora se prestó a repartir de nuevo, decidí llegado el momento de confraternizar con mis acompañantes. Mi aletargado instinto sexual debió despertarse con aquellas perlas negras, pues sin pensarlo me dirigí a la joven de mi izquierda con algún comentario gracioso sobre la cantidad de botellas que se acumulaban ya sobre la mesa. Lo cierto es que no sé si me oyó, ni siquiera sé si le dio tiempo a mirarme, pues con un movimiento cadencioso acerco sus labios a los míos y me beso agarrándome la cabeza con sus dos manos. Fue un beso largo, más bien lánguido. Su lengua se abrió paso entre mis labios sin pedir permiso. Mientras rodeaba la mía con delicadeza el sabor a trufa regresó a mi boca matizado por la saliva. Mi incipiente erección se completó como no recordaba en los últimos meses. Al separarse de mí me extrañó que nadie parecía haberse percatado del hecho. La joven volvió a concentrarse en la cuchara que llenaba una y otra vez poniendo cuidado en adjudicar a cada bocado un poco del queso laminado. El señor bebedor insistió en llenarme de nuevo mi copa, y las viejas con permanente se afanaban en raspar la bandeja con la espátula como si dos docenas de canelones por cabeza les hubiesen parecido poca cosa.

Decidido a terminar con mi hígado y con la poca compostura que conservaba a base de los Prioratos garnacheros que ahora dispensaba nuestro particular sumillier, la salvación vino a buscarme en forma de una mano apretándome con suavidad el hombro.

-Vamos, levántate antes de que sea demasiado tarde- distinguí la voz de Gertru-Despídete y te espero abajo-