miércoles, 8 de febrero de 2012

Richard Wagner y la salsa romesco (la obra total: música y gastronomía)

Richard Wagner y la salsa romesco

Richard Wagner, todo un exceso musical
Sabedor  de la que me va a caer por parte de los puristas voy a aventurarme hoy a exaltar la figura de uno de los grandes genios  de la música y maestro de los excesos, Don Ricardo Wagner. Mi intención no es tanto mostrar su superioridad frente a los creadores italianos del mundo operístico, como tratar de explicar el vitalismo que me insufla cada vez que me encuentro con su obra. La chispa que propició mi reencuentro con el compositor tiene que ver con el mundo de la comida, como no podía ser de otro modo. Andaba yo manejándome con una romesco aligerada como salsa para calçots cuando varios de los fragmentos wagnerianos más emblemáticos se apoderaron de mis entrañas. Terminé majando avellanas a grito pelado en la soledad de mi cocina. Uno ya no sabía si cocinaba o cabalgaba entre mujeres guerreras. Imagino que el haber disfrutado en varias ocasiones de representaciones wagnerianas en el Liceu de Barcelona es la única razón lógica que encuentro para ligar en una entrada mundos tan aparentemente tan distantes como el universo operístico y el calçotero. Alguna remota relación oculta habrá, pero de momento la desconozco. Así que doy paso a la receta que en esta ocasión va dedicada al músico de Leipzig.

Calçotada esperando su baño de romesco

Para el conejo a la brasa se guardo el all i oli

Salsa Romesco (aligerada para calçots)

Ingredientes (Para un litro y medio de salsa)
800 gramos de tomates maduros
Una cabeza y un diente de ajos
100 gramos de avellanas
100 gramos de almendras
Ocho ñoras desecadas
Una cucharadita de pimentón dulce (o picante si se prefiere)
Dos rebanadas pequeñas de pan frito
Una cucharadita de azúcar (o de miel)
Aceite de oliva virgen extra
Vinagre
Sal

Escalibando tomates...

... y una cabeza de ajos.

Ajos en pomada

Laborioso proceso de extraer la carne de las ñoras.
Esencia pura

 Elaboración:

En primer lugar introduciremos los tomates rociados de aceite en el horno precalentado a 180 grados durante diez minutos. Como después vamos a pelarlos es conveniente hacerles un corte en forma de cruz en la parte superior para facilitar la tarea. Añadiremos junto a los tomates la cabeza de ajos y dejaremos todo en el horno 10 minutos más. Entonces pelaremos los tomates y los ajos, que deben aparecer en forma de pomada si están bien asados (escalibados).
Habremos tenido en remojo con agua caliente la ñoras desecadas para que se rehidraten durante todo el proceso anterior. Ahora con paciencia les iremos arrancando la carne ayudándonos de una cucharilla. En esta fase no hay atajos, pero el punto que le aporta la ñora no es comparable con el de su sustituto en cocinas de baja estopa, el pimiento choricero. La ñora le otorga un aroma especial a mitad de camino entre el ahumado y el tabaco.
Iremos echando en un vaso batidor los tomates asados, la pasta de ajos asada, un diente adicional en crudo, la carne de las ñoras, una cucharadadita de pimentón y otra de azúcar para matar la posible acidez del tomate. Freiremos dos rebanadas no muy grandes de pan en buena cantidad de aceite. Este paso lo sustituyo por unos picos jerezanos, por aquello de aligerar de grasas un poco la receta, pero que conste que lo ortodoxo es hacerlo con pan frito en aceite de oliva. Una cucharadita de vinagre y un buen chorro de aceite (el necesario para que quede con la densidad que se busque, que si es para usarse con calçots debería ser más bien ligerita y si fuese para acompañar pescados o mariscos sería mejor hacerla más espesa), completarán los ingredientes. Batimos todo y vamos corrigiendo de sal.
El último paso es el de los frutos secos. Aún no se ha inventado la máquina que pique los frutos secos sin convertirlos en pastas aceitosas de difícil integración en muchas recetas. Así que majaremos en mortero las avellanas y las almendras. La idea es que se noten pequeños trocitos al probar la salsa, y las añadiremos a la mezcla anterior una vez esté ya bien batida. Un consejo personal para terminar. Un chorrito de aceite de oliva al final aportará brillo y untuosidad al resultado.

A mano sin trucos ni atajos


La clave está en que queden irregulares y se noten

Todos los ingredientes en el vaso batidor

Buscando la textura necesaria
Richard Wagner (La obra total)
Que hay músicas que atacan directamente al sentimiento es algo aceptado. En otras ocasiones, el golpe lo asestan de manera no tan directa pero cuando impacta lo hace con tanta intensidad que es difícil transmitirlo con palabras. Son músicas sin atajos, como me gusta describir mi relación con el mundo wagneriano. No es mi intención entrar en el secular debate entre partidarios de la gran ópera clásica italiana y la línea wagneriana que confieso como mi opción. Lo que me gustaría expresar son las sensaciones que me producen una y otra cuando las disfruto en mis escasos momentos de sosiego.

Representación de Tristan und Isolde en el
Liceu de Barcelona.
¡Que recuerdos! 
Nuestros vecinos mediterráneos apelan, dentro de sus diferencias locales y temporales, a la maestra evidencia. Muestran sin artificios el mensaje del creador a través del buen manejo del ritmo y la melodía en cada momento. Por ello suelo escucharla cuando el tiempo me apremia y sólo dispongo de tiempo para escuchar fragmentos. Puedo internarme en el espíritu de cada fragmento sin necesidad de seguir la obra completa. Los italianos concuerdan contenido y continente con una sinergia mayúscula. Lo que sucede es que de este modo mi percepción de la obra la siento totalmente dirigida y mediatizada por el autor. Si tengo la fortuna de escucharla en directo, la sensación de estar sintiendo lo mismo que el resto del público que me rodea se me hace insoportable. No hay lugar para la interpretación. El espíritu del esclavo impera entre el auditorio. Muy bonito, y en ocasiones sublime, pero lleva al público a un nivel de pasividad tal, que la emoción se vive como fruto de una actividad ajena.
Las puertas que abrió el alemán nos llevan al extremo contrario. Desde pronto su música fue descalificada como metafísica, o filosófica por sus detractores (casi nunca confesos) en oposición a los clásicos italianos. Está claro que Richard Wagner no necesita de mi ayuda para reivindicar sus principios musicales, pero aquí debo romper una lanza en su favor, pues nunca he comprendido el argumento que esgrimen los italianistas sobre la inferioridad de las obras con enfoque intelectual. En cambio, los defensores del de Leipzig suelen argumentar su defensa en una idea: los italianos llegan a la música a través del drama y Wagner llega al drama a través de la música. La explicación es sencilla, pues para los primeros la musicalidad emana del propio contenido argumental del libreto, mientras que para los segundos el argumento profundo se va conformando a través del contenido rítmico y melódico. De este modo la música queda encorsetada en el caso italiano, no puede fluir independizándose del hilo de la obra sin riesgo de incoherencias, mientras que en cada interpretación de la obra wagneriana, el ánimo del propio espectador y la personalidad de los intérpretes serán determinantes en el resultado final.
Más o menos me encuentro entre los quienes piensan de este segundo modo. Pero no lo hago con argumentos teóricos sino por experiencia personal. La vivencia de una ópera wagneriana me obliga a una enorme actividad mental y casi física. Dispara todas mis alertas, y además lo hace de manera distinta en cada ocasión. El argumento discurre por debajo como un telón de fondo que enmarca un mensaje esencial. El preciosismo italiano me agrada pero me paraliza. Escucho La Traviata como sujeto paciente, en cambio, una representación de La Walquiria la vivo como agente. Ahí estaría la diferencia. Quizá la explicación se encuentre en que siempre me ha parecido muy artificiosa y fragmentada la estructura del drama italiano. Wagner genera una unión entre el texto, la música y el escenario que le lleva a hablar de obra total. Nada se queda en el camino y todo está subordinado al espíritu profundo. La continuidad de todos los elementos rompe con la artificiosa e italiana división entre arias y recitativos, logrando la melodía sin fin, únicamente estructurada a través del uso del live motiv, que regresa una y otra vez unificando en conjunto. Así la acusación de que la ópera wagneriana es elitista frente al carácter popular de la italiana me parece un camelo. Aquella obliga a recordar, incita a predecir y apela al sujeto, mientras que ésta, en ocasiones cae en un cierto infantilismo y trata al espectador con aire paternal. Le advierte, le anuncia, le indica y le mastica el mensaje. No es popular, sino dirigida a un público necesitado de dictado.
El mejor patio entre los mejores
Interior del Liceu, historia y magia
Con la idea de regresar en otro momento para disfrutar de alguna de las óperas del alemán me despido deseando salud, buena música y calçots con romesco para todos.

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